sábado, 8 de febrero de 2020

"Teníamos que ir a la reguera a lavar"

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En este libro hay un pequeño apartado que recoge recuerdos y 
anécdotas de cuando iban a la reguera a lavar. 

Os recomiendo su lectura. El libro se puede comprar en este enlace

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Hambre, gracias a Dios, nunca pasamos
Memorias de infancia y juventud de seis mujeres:
Luz Manso y María Márquez, de Facinas; y Antonia Moreno, Luz Trujillo, Manuela Román y Mari Luz Díaz, de Tarifa
Recogidas y elaboradas por Beatriz Díaz

TENÍAMOS QUE IR A LA REGUERA A LAVAR

(...) Una o dos veces en semana teníamos que ir a la reguera que está en la sierra, al nacimiento del agua, a lavar. Preparábamos la burra, cogíamos los serones con los sacos de ropa y echábamos el día allí. Lava que lava dos sacos de ropa: uno de blanca y otro de oscuro (entonces había menos ropa que ahora).

Llevábamos un kilo de pan tierno, queso y una tortilla de patatas, y nos poníamos mano a mano, a ver cuál comía más aquel día. Lavábamos con pastillas de jabón, hincadas de rodillas en un charco* en el suelo, y las piedras que eran buenas para restregar hacían de lavadero. Mi tío tenía una carnicería, derretía la enjundia* de las gallinas y con sosa hacía barras de jabón, que mandaba a mi madre.
Ella hacía tres tacos para poder cogerlos bien.

Un día que estábamos lavando pasó un militar y nos dijo que estaban buscando a un soldado (entonces estaban aquí las dos tropas: la legión y los regulares*). Nos dijeron, “no asustarse si veis un soldado, porque está malo de la cabeza”. Estaba arriba en los helechos, donde tendíamos, mirándonos. ¡Nos entró un miedo horroroso! Éramos unas criorras, doce o trece años tendríamos, más no. Cogimos toda la ropa, la liamos, llamamos a José, un vecino, y le dijimos que viniera a cincharnos los sacos de la ropa en la burra, porque no sabíamos.

Otra vez vino una tromba de agua y teníamos toda la ropa tendida para asolearla. Se lió a llover y nosotras debajo de un árbol, ¡ya tú ves lo que nos podía tapar el árbol! Una tía de Luz Jiménez nos dio cobijo en su casa, y quería que comiéramos allí. Cuando escampó, la mitad de la ropa se la había llevado la riada y otra estaba rota y sucia del barro. ¡Nosotras con un apuro! “¡Nos falta esto, nos falta lo otro!”.

Para no ponernos morenas, en el verano nos llevábamos unos manguillos que tapaban desde la muñeca hasta el codo. De tanto lavar y escurrir, a mí siempre se me abría y se me hinchaba la mano, y me la tenía que vendar. Una vez que todavía me quedaba ropa que escurrir, Josefa, que lavaba ajeno, me dice, “¡trae para acá, que te la voy a escurrir yo!”; y me la tendió y todo.

En el tiempo de la feria íbamos cuatro para la reguera, una o dos con burros y cuatro sacos de ropa, la otra detrás; y la cuarta con el bolso del costo*. Entonces mi marido estaba pretendiéndome y yo le decía que no fuera a salir nunca cuando yo fuera para la reguera, porque no me gustaba que me viera con la burra. Pero él era muy astuto: se asomaba trasmuro a vernos ir con la burra para arriba. Yo me ponía negra y me tapaba con el pañuelo la cara. ¡El tonteo de la juventud de entonces!

 (...) Para ir al colegio, me tenía que lavar mi madre el vestido la tarde antes, porque no tenía otro traje. Era una batita de percal fruncidita, con unos piquillitos de los que se llevaban antes en el cuello y en los puñitos. Mi madre lavó el vestido y lo tendió en el patio nuestro.
Entonces no se ponían cordeles, se tendía en lo alto de un rosal, donde tenía mi madre unos jérguenes*, o se ponían sobre la pared con unas piedrecitas encima, para que el viento no se lo llevara.

Yo fui en bajerita* a recoger el vestido para que le diera una mijilla de plancha (era una plancha de hierro que se calentaba en la candela). ¡Y me encontré que las ovejas me lo habían roído y magullado todo por abajo! “¡Mamá! ¿Tú cómo me vas a planchar esta bata, si se la ha comido la oveja?”. “¡Chiquilla! ¿La oveja se va a comer la bata?”. “¡Mira!”.

Yo aquel día no fui al colegio. Al otro día, mi madre por la mañana fue a la tienda de un primo de mi padre donde recogíamos el subsidio (cobrábamos entonces del Estado por los hijos): “Currito, ¿tienes tela igual que esta que me llevé?”. Menos mal que le quedaba un restillo para el paño. Como era una bata fruncida con dos paños, uno alante y otro atrás, y las costuras a los lados, le quitó la parte roída y se la arregló. Al día siguiente, la maestra me preguntó que por qué había faltado, y le digo “porque se ha comido el borrego mi traje”. Las más estiraditas, que tenían a lo mejor dos o tres trajes, lo tomaron a risa y yo me vine cabreada de la escuela.
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