Con los cestos de Mimbre llenos de ropa. |
COLABORACIÓN: LAVANDERAS
Autor: Toño Morala
“Lavandera soy de cuna porque así lo quiso Dios, lavandera fue mi madre, lavanderita soy yo. Y aunque el sol salga y azote el frío, la lavandera siempre en el río. Siempre en el río, siempre lavando, la lavandera siempre cantando. Jabón le doy a la ropa, jabón y venga jabón, jabón que todo lo aclara… jabón y un buen restregón. A la orillita del río mi vida se va pasando, y a la orillita del río siempre te encuentro lavando…” Una canción que resume el trabajo duro y constante que muchas mujeres tuvieron que desempeñar en tiempos no muy lejanos, para el sostén de las economías domésticas muy mermadas por la pobreza.
De la misma manera y debido a la sempiterna falta de ingresos, muchas de ellas a cambio de unas monedas se dedicaban profesionalmente a lavar la ropa de las casas que podían pagar este servicio. Estas pueden considerarse como las auténticas lavanderas, mujeres que nada más despuntar el día, fuera verano o invierno, se dirigían al río, arroyo, pilones o, las más afortunadas, a un lavadero habilitado y un poco resguardado de las inclemencias, cargando sobre su cabeza grandes cestos de ropa sucia y además tenían que recorrer largas distancias. Jóvenes o maduras, incluso ancianas y niñas, sufrían de aquella penosa actividad arrodilladas al borde del agua sobre una piedra o desde un cajoncito de madera, que las protegía de la humedad. Frotaban y frotaban la ropa sobre la taja o tajuela, la típica tabla rugosa, con el fin de tratar de eliminar la suciedad ayudándose con ceniza y una pequeña pala para golpear las prendas. Con el tiempo, utilizarían jabón realizado a base de grasas animales que ellas mismas fabricaban. En el norte de España la figura de la lavandera se mezcla con antiguas historias y cuentos, sobre todo en el noroeste: León, Asturias y Galicia. No existía pueblo que no contara con un lavadero alimentado frecuentemente por torrentes impetuosos que surgían de las alturas y que, sorteando robles y castaños, llegaban hasta los robustos estanques de granito, naturales o toscamente tallados, o hasta los remansos de los regatos, donde las mujeres acudían acarreando sus tajuelas y cestos de mimbre o su balde de zinc repleto de ropa. La visión de aquella dura tarea, formó una parte importante del característico, fantástico e imborrable paisaje de nuestras tierras y niñez.
El trabajo de las lavanderas consistía en blanquear; se ponía la ropa en el lavadero lleno de agua, se la enjabonaba con el taco de jabón restregándola contra las piedras y se ayudaban con todo el peso de su cuerpo. Una vez bien enjabonada, se dejaba al aire y comenzaba el trabajo con una nueva pieza. Al finalizar el enjabonado venía el aclarado, para el que se vaciaba el agua del lavadero, se llenaba de nuevo con agua limpia, se aclaraba y se extendía a clarear al sol. A lo largo de la mañana había que ir a regarla, a remojarla y antes o después de comer, se lavaba, se aclaraba y extendía para volver a recogerla antes de anochecer. Ya en casa, la ropa que no estaba seca se colocaba estirada en las cuerdas. Había un orden para lavar: primero se lavaba la ropa más limpia, dejando para el final la más sucia.
Cada mujer tenía su sitio en el lavadero público. Dependiendo de la suciedad se ponían en unas piedras o en otras. Las que lavaban la ropa de los mineros o trabajadores (que estaba muy sucia y con grasa) tenían unas piedras que no se utilizaban para otra cosa. El lavado de esa ropa de trabajo era muy duro: había que traer de casa un balde con agua hirviendo; se mezclaba jabón casero con sosa cáustica, (que llevaban en un bote aparte), la metían en el agua removiéndola con un palo para que ablandara. A muchas lavanderas les sangraban las manos. Las sábanas y las mantas se mojaban una y otra vez, y se ayudaban entre sí para poder extenderlas, mojarlas de nuevo y restregarlas varias veces. Después, se golpeaban con fuerza contra el suelo para ablandar los tejidos, y acababan con el aclarado. Luego se extendían sobre la hierba, si era posible encima de los tojos o retama para que facilitara la ventilación. Junto aquella estampa cotidiana, convivían las leyendas que rodeaban aquel penoso oficio para algunas, y cotidiano y duro trabajo doméstico para la mayoría. Entre todas ellas predomina una que se repite constantemente por distintos lugares y con algunas variantes. Cuentan que, especialmente en las noches de verano, sobre todo la noche de San Juan, suele aparecer a la luz de la luna una anciana de pelo blanco y vestida de negro, que lava su ropa en la ribera del rio. Según cuenta la leyenda, lava prendas que están manchadas de sangre que jamás llegan a desaparecer. Unos aseguran que son mujeres que murieron de parto y lavan sus propias sábanas ensangrentadas; otros, que son los restos de un homicidio no castigado o las sábanas que cobijaron sus prohibidos devaneos amorosos. Al pasar junto a ella, solicitará tu ayuda para retorcer la ropa. Si ocurre esto, lo que debe hacerse es pasar rápidamente de largo sin dirigirle palabra alguna, porque la “Lavandera de la Noche” no es de este mundo y si te compadeces y la ayudas, desaparecerás para siempre.
En un arroyo lavando, y al fondo la ropa tendida. |
Era una noche de luna llena, el verano terminaba, y las lavanderas de madrugada, casi al alba, enjuagaban la ropa entre canciones de amores perdidos y nostalgias de tierras lejanas.
Visto en: etnoleon
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